Me aferré a sus frías escamas, colocando
las piernas a ambos lados de su lomo. Batía sus inmensas alas a una velocidad
mareante, a la que había conseguido acostumbrarme a duras penas en los últimos
meses. Surcábamos el cielo purpúreo sin rumbo fijo. Traté de poner la mente en
blanco, fijando la vista más allá del horizonte, en un intento fallido por
borrar de mi mente la imagen del cadáver de mi prometido yaciendo sobre uno de
los baúles de la oscura cueva. El chasquido de su cuello al partirse taladraba
mi mente, que recreaba el espantoso instante de su muerte, una y otra vez, a
cámara lenta. Markus incrementó la velocidad de su vuelo, como si tuviera prisa
por llegar a algún lugar indeterminado. Mi estómago dio un vuelco. Vacié el
contenido del mismo sobre el lomo de mi captor, que no pareció inmutarse ante
aquel repulsivo acto fisiológico, por el que, sin duda, mi prometido me habría
reprendido.
Habría
sido un matrimonio de conveniencia. Nuestras respectivas familias pertenecían a
la alta nobleza de Kalebra, una pequeña isla al oeste del mar Pedregoso. El carácter
violento de Elexei había sido desde mi más tierna infancia el origen constante
de tenebrosas pesadillas. Experto cazador, como lo habían sido antes que él su
padre y su abuelo, encontraba un placer peculiar en el derramamiento de sangre
de aves y ciervos, así como de ciertos depredadores del bosque. Mi madre solía
restar importancia a aquel comportamiento sanguinario, haciendo hincapié en sus
dotes varoniles; transformando su fanfarronería y altivez en gallardía. Nuestro
compromiso se había decidido el mismo día de mi nacimiento, acordándose que el
casamiento tendría lugar en la primavera en la que yo cumpliría catorce años.
En vano traté de implorar a mis padres que me buscaran un pretendiente más
acorde a mi personalidad recogida y pacífica. Para ellos, no existía ningún
otro más deseable. Ninguno cuya familia pudiera igualarse a la nuestra en
rango, fortuna y reputación. La unión entre ambas estirpes debía realizarse para
evitar posibles conflictos venideros. El destino de nuestras familias dependía
de ese matrimonio.
Acaricié
suavemente las escamas de Markus, aquéllas que tanta repugnancia me habían
causado en un primer momento. Su caso era uno más en la larga lista de seres
vivos a los que Elexei había tratado de torturar y eliminar por el mero placer
de la matanza. Y por la avaricia que siempre caracterizó a los hombres de su
familia. Markus había permanecido sumido en un profundo letargo de algo más de dos
siglos, oculto en una cueva excavada en el interior de una escarpada montaña
que nunca nadie se había aventurado a explorar. Al igual que muchos seres de su
especie, había pasado gran parte de su vida saqueando poblados y acumulando
riquezas que después había ocultado en su morada. Una vez saciada su codicia,
había decido concederse un “merecido” descanso, hibernando en aquella cueva
rodeado por un tesoro que realmente no le pertenecía. La leyenda del dragón
dormido había sido cantada por juglares en las plazas de la isla, y transmitida
de generación en generación con el propósito de mantener a los niños alejados
de su guarida. Se decía que aquél que despertara al dragón pagaría su osadía
con sangre. Pero poco pareció importar aquello al temerario Elexei.
Una
fría mañana invernal, a escasos meses de nuestra boda, partió con un escueto
séquito – compuesto únicamente por lacayos tan sanguinarios y ávaros como él –
hacia la montaña que albergaba el refugio del dragón. Mi padre estaba
convencido de que regresaría con sendos tesoros que me ofrecería a modo de
regalo de bodas. Mi madre me hacía rezar cada noche por tan valeroso caballero,
y me repetía sin cesar que debería estar orgullosa de tener como prometido al
más valiente de los cristianos. Mi visión sobre el asunto era bastante
diferente. ¿Por qué perturbar el descanso de una criatura milenaria que, sin
duda, aniquilaría a todos los que se cruzaran en su camino? ¿Y si su sed de
sangre no quedaba saciada con aquéllos que lo habían ofendido? ¿Y si se dirigía
a nuestra ciudad y decidía arrasarla hasta sus cimientos? Mujeres y niños
inocentes perecerían por culpa de la osadía de unos pocos. ¿No era más prudente
dejar descansar a la bestia?
Durante
días no hubo noticias de la expedición. El camino hasta la cueva del dragón era
arduo y peligroso. Me avergüenza reconocer que cada noche rezaba para que aquel
séquito no regresara jamás. Si mi prometido fallecía a manos del dragón, mi
padre tendría que asignarme un nuevo pretendiente. Uno que, con suerte, sería
más respetuoso y afable. O mejor aún, tal vez decidiera recluirme en un
convento de clausura para que pudiera rendirle a Elexei el luto eterno que
merecía. En esos momentos, aquélla se me antojaba la opción más deseable. Una
mujer casada con Dios no tenía que servir a ningún hombre terrenal. No estaba
obligada a darle hijos. No le debía obediencia. Pero mis plegarias quedaron en saco
roto. La expedición regresó, apenas dos semanas después de su partida, diezmada
y abatida. Habían perdido casi la totalidad de sus caballos. Más de la mitad de
los hombres habían perecido, y los que quedaban con vida habían perdido alguna
de sus extremidades. Elexei había regresado con un ojo menos. Su rostro había
quedado deformado por una cicatriz que se lo atravesaba de parte a
parte. Como era de esperar, su crueldad se había triplicado.
—¡Tenemos que regresar
por el tesoro! —no dejaba de exigirles a nuestros padres—. Esa bestia inmunda
no logrará salirse con la suya. ¡Las riquezas que guarda con tal recelo nos
pertenecen!
Su padre concluyó que
había perdido por completo la razón. El mío lo tildó de cobarde e impotente por
haber regresado vivo, pero sin el tesoro ni la mitad de sus hombres. Aquella
noche dormí más tranquila. No me cabía la menor duda de que nuestro compromiso
se rompería muy pronto. Sería libre, al fin, de las cadenas que me ataban a ese
ser insidioso y repulsivo. Poco podía imaginar que la libertad que había
recuperado sólo unas horas antes no estaba destinada a durar.
—¡Mi señora! —me despertó
la histérica voz de Tatiana, mi dama de compañía, unas horas antes de que
despuntara el alba —¡Despertad! ¡Nos atacan!
Mis ojos se abrieron de
golpe, dirigiéndose a la pequeña ventana de mis aposentos, desde donde pude
observar con pavor cómo una criatura alada y reptiliana surcaba los cielos de
nuestra ciudadela escupiendo llamaradas de fuego que reducían a cenizas todo
aquello que encontraban a su paso. Un grito agudo y chirriante desgarró mi
garganta. Mi dama de compañía me agarró fuertemente por los brazos y me
arrastró fuera de mis aposentos. Corrimos escaleras abajo, donde los habitantes
del castillo – nobles y sirvientes por igual – parecían haberse congregado.
Localicé a mi padre con la mirada. Se hallaba al pie de las escaleras,
envolviendo a mi madre con sus brazos. Unos brazos que antaño habían sido
fuertes y vigorosos, pero que la edad había tornado flácidos e inútiles. Clavó
sus ojos grises en los míos con una mirada triste y resignada que sentí
penetrar mi carne. En ese momento comprendí que mi destino estaba sellado. Mi
padre iba a sacrificarme de nuevo, por el bien de la familia y de nuestro
pueblo.
Siempre recordaré el
absoluto terror que se instaló en la boca de mi estómago cuando esos ambarinos
ojos de serpiente se posaron sobre mí. Un hambre voraz pareció extenderse por
ellos, sus pupilas ensanchándose hasta casi ocuparlos en su totalidad. Mi padre
me indicó con un imperioso gesto de cabeza que avanzase hacia la criatura. Mis
pasos eran deliberadamente lentos, lo que pareció enfurecer aún más a la
bestia, pues un gruñido gutural escapó de su garganta, dejándome paralizada a
mitad de camino entre la muralla de nuestro castillo y él. Apreté los puños con
fuerza, obligándome a cumplir con mi cometido. Si el dragón se contentaba con
poseer a la hija de uno de los nobles más poderosos de la ciudad, quizá cesara
en sus intentos por destruirla. Vislumbré entonces, en la lejanía, a Elexei y
su familia, huyendo a caballo de lo que ahora eran las ruinas de nuestra
ciudad. Sentí la rabia tornarse fuego líquido en mis venas. ¡Si aquel malnacido
no hubiese provocado al dragón…! Pero ya era tarde para buscar culpables. Ahora
era momento de tratar de poner remedio a la situación. Monté en el lomo del
enorme reptil, agarrándome con fuerza a sus escamas para no caer al vacío en
pleno vuelo. Dirigí una última mirada a mis padres, que lloraban desconsolados
en la entrada del castillo. No los defraudaría. Cumpliría con mi deber como
hija y servidora del reino. Enmendaría el error irreparable que había cometido
Elexei.
Volamos durante lo que me
parecieron horas interminables, en las que no pude evitar vomitar en repetidas
ocasiones, hasta que mi estómago quedó completamente vacío. La bestia ni se
inmutó. Tal vez sus procesos fisiológicos fueran aún más desagradables que los
de los humanos, y por eso los míos no le parecían tan terribles. Ríos de
lágrimas brotaban de mis ojos enrojecidos, compadeciéndome de mí misma por el
futuro inhóspito que me aguardaba. ¿Cómo iba a comunicarme con aquel pavoroso
engendro? ¿Debía ser amable con él? ¿Por qué me había aceptado como rehén? ¿Qué
planes tenía para conmigo? ¿Acaso iba a devorarme en venganza porque los
hombres de mi ciudad habían perturbado su descanso? La incertidumbre carcomía
mi alma desdichada. Nunca volvería a ver a mi familia. De hecho, probablemente
nunca volvería a ver a otro ser humano en lo que me restaba de vida.
Llegamos a su guarida al
caer la tarde. El descenso hacía la montaña se produjo a una velocidad tan
vertiginosa que a punto estuve de caer al vacío. Un vacío de más de tres mil
metros de altura que habría puesto fin a mi vida. Una nueva arcada me
sobrevino, mas en esta ocasión sólo expulsé un poco de amarga bilis. La
criatura se dejó caer gentilmente en el suelo, antes de plegar sus enormes
alas. Aquélla parecía ser la señal para que me apeara. Dándome impulso con
ambas manos, deslicé una pierna al lado contrario, creyendo erróneamente que el
suelo se encontraba más cerca de mis pies. Caí de bruces en el mismo, con tan
mala suerte que golpeé mi cabeza contra uno de los cofres que había desperdigados
por la estancia. Antes de desvanecerme, sentí un líquido espeso y caliente de
olor metálico descender desde mi sien derecha. Luego el mundo se volvió negro.
Cuando
desperté era ya noche cerrada. Alguien había encendido unas velas y me había
envuelto con unas pesadas pieles. Una compresa húmeda cubría la parte superior
de mi cabeza, y un tosco plato de madera lleno de trozos de lo que parecía ser
conejo asado descansaba en el suelo junto a mí. El sabroso aroma de la comida
terminó de espabilar mis sentidos, al tiempo que un hambre voraz comenzaba a
tomar control de mi cuerpo. Me incorporé de un salto, sintiendo un leve mareo
por tan rápido movimiento. Un carraspeo masculino captó mi atención al otro
lado de la estancia.
—Os
disteis un buen golpe en la cabeza. Es mejor que no hagáis movimientos bruscos por
el momento.
Dirigí
mis ojos hacia la voz que me hablaba y casi se me salen de las órbitas. Un
caballero de altura considerable y cabellera negra enmarañada me observaba con
curiosidad. Su mirada ambarina, que me resultaba extrañamente familiar, parecía
estudiar cautelosamente cada uno de mis movimientos, como si temiera que fuera
a cometer alguna torpeza. Su vestimenta era más bien escasa y consistía en unos
ajustados pantalones de piel negros. Su pecho fornido lucía al descubierto, y
sus pies descalzos presentaban diversas cicatrices de cierta gravedad. Dirigí
la mirada de nuevo a su rostro, que también se veía deformado por alguna que
otra marca de guerra, la más notable cruzándole la ceja derecha y extendiéndose
hasta la frente. ¿Quién era ese hombre? Y lo más importante, ¿adónde había ido
el dragón? ¿Podía tratarse de mi salvador? ¿Un valiente y gallardo guerrero que
había venido a salvarme de las garras de la bestia? Una mueca burlona pareció mofarse
de mis elucubraciones.
—¿De
verdad no me reconocéis, doncella? ¿Acaso los juglares no han cantado la
versión correcta de mi historia? —me quedé mirándolo sin comprender. Una
sonrisa tenebrosa coronó sus labios, dejando entrever una línea perfecta de
afilados dientes —. Contadme, pues. ¿Qué es lo que sabéis exactamente de la
criatura que mora en estos lares?
La
pregunta me pilló desprevenida. Lo poco que conocía acerca de la bestia era lo
que mi ama de cría me había contado, a modo de advertencia infantil: «si no os
coméis las lentejas, el malvado dragón vendrá y os devorará». Años después mi padre había corroborado su
existencia, haciéndose eco de las historias que trovadores y juglares habían convertido
en leyenda: un enorme reptil había venido a nuestras costas siglos atrás,
amenazando con su presencia la paz del lugar. A cambio de que los dejara vivir
en paz, el pueblo le concedió toda clase de riquezas, y un lugar seguro donde
podría descansar, en las montañas solitarias que nunca nadie se había atrevido
a escalar. Hasta ahora. ¿Pero qué tenía que ver aquel desconocido con la
historia oficial del dragón?
Una
estruendosa carcajada, que se hizo eco en la tenebrosa cueva, brotó de su pecho
cuando hube terminado mi narración. Me encogí de terror, la altura y la
imponente fuerza de aquel hombre intimidándome por vez primera. Quizás sus
intenciones no fueran del todo desinteresadas. Cabía la posibilidad de que
fuera un aliado del dragón, o incluso su intérprete. Su conexión con el mundo
humano y con sus rehenes de dicha especie. Retrocedí unos centímetros,
estudiando cada detalle del lugar, considerando las posibilidades que tenía de
escapar.
—Es
inútil —exclamó aquel extraño individuo —. No podéis escapar de mí. Vuestro
padre hizo un pacto conmigo. Ahora me pertenecéis.
El
significado de aquella afirmación se me escapaba. Mi padre me había ofrecido al
dragón como su consorte, no a un humano. La confusión debió verse reflejada en
mi rostro, pues el extraño procedió a explicarme su versión de la historia, al
tiempo que se paseaba por la estancia y hacía gestos con las manos para
enfatizar sus descripciones.
—El dragón que tanto teme
vuestro pueblo no es la bestia que tan hábilmente han creado esos mendrugos que
se hacen llamar cuentacuentos. Es una criatura con sentimientos, que durante
siglos ha sufrido el desdén y el rechazo de la raza humana en su conjunto.
¿Acaso tiene él la culpa de ser como es? ¿Pidió él ser creado así, mitad
monstruo y mitad humano? Su dura piel de reptil no lo protege contra los
eternos ataques que vuestra raza siempre ha dirigido contra aquellos a los que
considera diferentes. ¿Creéis que yo no habría dado lo que fuera por ser como
vos? ¿Creéis que disfruto de esta existencia vacía y solitaria, viviendo en una
metamorfosis intermitente entre una forma humana y reptil?
Aquello
no podía ser cierto. ¿Acaso estaba intentando decirme que él era el dragón que
durante siglos había sido la fuente de temores y pesadillas de los niños de
nuestra isla? ¿El dragón era mitad humano, y podía mutar de un estado físico a
otro según se le antojase? No daba crédito. Eso era impensable. Pura brujería.
El individuo clavó sus ojos ambarinos – tan brillantes como los de la bestia
que me había llevado volando hasta aquel desolado paraje – en los míos, con tal
dureza que me dejó helada en el sitio.
—De
modo que no creéis en mis palabras. Supongo que, como Tomás el apóstol,
tendréis que ver para creer.
Tras
pronunciar aquella funesta amenaza, el individuo apretó fuertemente los puños,
dejándolos caer a cada lado de su cuerpo. Extendió la cabeza hacia atrás, de
forma que su larga cabellera le llegaba a la altura de las posaderas, y cerró suavemente
los ojos, como dejándose llevar por un trance inevitable. En pocos segundos, su
piel bronceada comenzó a tornarse de un gris verdoso, al tiempo que sus manos
se transformaban en enormes garras. Una cola puntiaguda se formó al final de su
espalda, y su cuerpo pareció hacerse cuatro veces más grande. Tenía ante mí a
la criatura que había desolado mi ciudad. No pasó ni un segundo antes de que
volviera a desmayarme de la impresión.
Desperté
a la mañana siguiente, los pálidos rayos del sol invernal kalabrense posándose
sobre mis párpados cerrados. Me estiré cual felino recién levantado,
ligeramente desorientada sobre el lugar en el que me hallaba. Muy pronto los
recuerdos volvieron a mí en forma de cascada desbordante. El dragón que era
humano y el humano que era dragón. Si los juglares me hubieran puesto de sobre aviso
podría haberme ahorrado el último desmayo. Mi estómago rugió, el hambre
haciendo mella en mí. El día anterior había vaciado por completo el contenido
de mi estómago y, por si fuera poco, no había ingerido alimento alguno para
compensarlo.
—Os
he traído el desayuno, deberíais comer algo.
Mi
estómago dio un vuelco. El individuo, o mejor dicho el hombre-dragón, seguía
allí. Habría vomitado de nuevo si hubiese tenido las fuerzas y nutrientes
necesarios. Alcé la vista en su dirección y me señaló un vaso de agua junto a
un plato que contenía un mendrugo de pan y una pieza de fruta. Era, sin duda,
una combinación interesante. Como si hubiera adivinado mis pensamientos, el
hombre-dragón se apresuró a disculparse.
—Nunca
he tenido… «visitas». No sabía qué desayuna una doncella como vos —ahora
parecía incómodo—. Tampoco tengo mucha variedad por aquí. Únicamente los frutos
que dan los árboles que hay por los alrededores y el pan que yo mismo horneo.
Para la comida y la cena puedo ir a cazar algún animal, si lo preferís. Si
tenéis necesidad de algún otro alimento, siempre puedo volar hasta la aldea más
cercana a realizar un rápido saqueo.
«Un
rápido saqueo». Me preguntaba qué entendía él por un rápido saqueo. ¿Tal vez
chamuscar un poco la parroquia de la aldea, sin llegar a reducirla a cenizas?
¿Intimidar a los ganaderos para que le dieran una jarra de leche de vaca recién
ordeñada, y después irse volando por donde había venido? ¿Atrapar un par de
ciervos desprevenidos y transportarlos en su lomo de vuelta a la cueva? El
hombre-dragón me dirigió una mirada muy poco amigable. ¿Era posible que entre
sus poderes se encontrara el de leer la mente?
—No
me miréis con tal repulsa. Estoy haciendo todo lo que está en mi mano para que
os sintáis cómoda. Lo menos que podríais hacer es mostrar un mínimo de
gratitud.
De
modo que ahora se sentía ofendido. Resolví que, si bien aquella aberración de
la naturaleza debía de haber hecho un pacto con Satán a cambio de sus poderes y
era, por tanto, una criatura diabólica que no merecía mi compasión, me convenía
tenerlo contento. Tanto en su forma humana como reptil me superaba con creces
en fuerza e inteligencia. No había forma posible de que pudiera vencerlo en un
enfrentamiento cuerpo a cuerpo. Además, de mí dependía el bienestar de mi
pueblo. Sólo me quedaba, pues, resignarme, y dar gracias a Dios de que aquella
criatura inmunda pudiera adoptar forma humana, ya que eso me permitía
comunicarme con él.
—Lo
lamento —me obligué a decir—. Tenéis razón. He sido muy desconsiderada con vos.
Ni siquiera os he dicho mi nombre. Me llamo Siguile.
El
hombre-dragón asintió con la cabeza a modo de saludo.
—Yo
soy Markus.
El
hecho de que tuviera un nombre tan normal me pilló desprevenida, y me hizo
preguntarme si acaso sus padres serían humanos. De nuevo, como si adivinando la
dirección que estaban tomando mis pensamientos, aventuró:
—Os
sorprende que tenga un nombre tan común, ¿no es cierto? —asentí ligeramente con
la cabeza—. Mi padre descendía de una legendaria estirpe de hombres-dragón. Mi madre
desconocía ese hecho cuando yació con él. Mi verdadera naturaleza no se
manifestó hasta que hube cumplido mis trece años humanos —una oscura carcajada
brotó de su pecho, como si estuviera burlándose de su yo pasado por haber sido
tan ingenuo—. Mi madre no lo soportó. Lejos de apoyarme, se unió a la horda de
vecinos sedientos de sangre que me persiguieron por el pueblo blandiendo
antorchas humeantes. Querían dar caza al dragón. ¡Insensatos! ¿Acaso no es por
todos sabido que los humanos son el manjar más suculento para los dragones?
Aquella
afirmación me hizo estremecerme de terror. Retrocedí unos centímetros,
olvidándome de nuevo de mi estómago hambriento, consciente sólo de mi deseo de
escapar de esa bestia aborrecible. El dragón alzó las manos en señal de
rendición. Al parecer, se había dado cuenta de lo inapropiado de su comentario.
—Os
ruego que me perdonéis. En ocasiones me dejo llevar por el odio que siento
hacia vuestra raza. Pero no temáis. Hace siglos aprendí a domar a la bestia. No
os haré ningún daño. A menos que me obliguéis.
Aquella
amenaza quedó flotando en el aire durante el resto de la mañana. Cuando hube
terminado mi peculiar desayuno, Markus anunció que iba a enseñarme
los alrededores de la cueva. Según él mismo afirmó, era menester que aprendiera
a cazar y a recolectar los frutos que crecían en las cercanías. Las dos
primeras semanas de mi cautiverio pasaron de esta forma: Markus enseñándome los
entresijos de la vida en la montaña, y yo adaptándome a la independencia que supone
para una mujer vivir de los frutos de su trabajo. Markus solía contarme
anécdotas de los lugares que había visitado a lo largo de los siglos, aunque
parecía algo reacio a revelar la fecha exacta de su nacimiento. Quizá ni él
mismo la recordara. Muy pronto comprendí que su recelo hacia mi raza no estaba
del todo injustificado, pues jamás un ser humano le había mostrado la más
mínima brizna de cariño o respeto. Markus sólo había conocido la repulsa de
aquéllos que deberían haberlo amado.
—Por
supuesto he yacido con mujeres. Pero ninguna de ellas se quedó lo suficiente
como para descubrir mi secreto.
Aquel
comentario me hizo sonrojar hasta la punta de las orejas. No cabía duda de que
Markus no estaba acostumbrado a la vida en sociedad, pues al principio no
comprendía por qué su honesta revelación me había hecho sentir tan incómoda. Le
expliqué que no era decoroso hablar de esos temas delante de una doncella. El
dragón soltó una carcajada muy poco cortés, con la que dio a entender que aquella
convención social le parecía de lo más absurda.
—¿De
modo que vos no habéis yacido nunca con un hombre?
—¡Por supuesto que no!
—repliqué ofendidísima—. Estaba reservándome para mi prometido.
Aquello pareció captar su
atención, aunque no exactamente para bien.
—¿Vuestro prometido? ¿Os
referís al desalmado que vino a saquear mis tesoros?
—Tesoros que vos
saqueasteis primero.
Markus me dirigió una
mirada fulminante con la que redujo mi determinación a cenizas. De modo que no
le hacía falta tomar forma de reptil para ganar una batalla. Le bastaba con
concentrar toda su ira en aquellos ojos ambarinos.
—Vuestro prometido es un
ser despreciable —el veneno corrosivo de sus palabras dejaba entrever el odio
acérrimo que le profesaba—. No comprendo cómo podéis estar enamorada de un
hombre así —ahora su tono parecía rencoroso.
—No estoy enamorada de
él. Nuestras familias han sido aliadas durante generaciones. Mi padre decidió
que era una unión sensata. Mi madre aseguraba que el amor vendría después. En
cuanto a mí, nunca estuve de acuerdo con ese matrimonio. Pero una mujer de
sociedad se debe a su familia y a la corona. Mi opinión no habría sido
escuchada. De haberme quedado en la ciudad, habría tenido que casarme con ese
ser degenerado y sanguinario.
Un incómodo silencio se
apoderó de la estancia cuando hube terminado con mi perorata. Aquélla era la
primera vez que le revelaba a alguien mis verdaderos sentimientos hacia el que
habría sido mi futuro marido. Markus me observaba con curiosidad, una media
sonrisa dibujándose en sus labios sonrosados. Me preguntaba qué rondaba por su
mente en aquellos momentos. ¿Se alegraba simplemente de que no hubiera amado a
su enemigo? ¿O acaso sus intenciones tenían un tinte más personal?
—¿Habéis estado enamorada
alguna vez?
—No —repliqué sin
pestañear.
—¿Os habéis sentido
atraída físicamente por alguien?
Ante aquella insolencia
aparté la mirada de su rostro y la posé sobre sus bronceados antebrazos. Un
cálido rubor coronaba mis mejillas, y pude observar por el rabillo del ojo cómo
Markus sonreía complacido. ¿Habría vislumbrado en mi mente las imágenes de su
cuerpo semidesnudo, que me atormentaban tanto en la vigilia como en el sueño,
subiendo mi temperatura corporal en al menos cuatro grados? No respondí a
aquella pregunta, aunque estaba un noventa por cierto segura de que él ya tenía
su respuesta. Durante las semanas que habíamos pasado juntos, una suerte de
complicidad se había formado entre nosotros. Algo que tal vez podría ser considerado
amistad. Markus era la primera persona que me valoraba por cómo era y no por quién
era. Apreciaba mis dotes como cazadora y cocinera, y había quedado gratamente
sorprendido por mis conocimientos de costura y elaboración de jabones. Markus
era un hombre profundamente limpio y escrupuloso, e insistía en que nos
bañáramos al menos una vez por semana. Solíamos ir a un lago de cierta
profundidad que se encontraba a un par de kilómetros de la cueva. Yo observaba
su cuerpo desnudo con curiosidad, guardando cierta distancia con la que
pretendía darle algo de privacidad. Me pregunta si él haría lo mismo conmigo.
Si, tal vez, él también se sentía secretamente atraído hacia mí.
A medida que iban
avanzando las semanas, mi repugnancia hacia su doble naturaleza se desvanecía
paulatinamente, dando paso a una reverencia y admiración que me hacían olvidar
sus pecados del pasado. Pues, si bien era cierto que había saqueado aldeas para
colectar sus botines, y que había matado hombres y mujeres inocentes en el
proceso, la humanidad no le había dejado otra salida. Si le hubiese estado
permitido convivir en sociedad con otros humanos, si le hubiesen dejado
desposarse con una mujer y tener hijos, así como desempeñar un trabajo con el
que ganarse la vida… Tal vez los saqueos no se hubiesen producido nunca. O tal
vez mi adoración ciega hacia su persona me hacía justificar lo injustificable.
No estaba segura de cuál eran las causas de mi delirio. Sólo sabía que Markus
se había convertido en la persona con la que más había aprendido; la única que
me había valorado. Y no tenía ningún deseo de volver a la civilización, donde
las rígidas leyes masculinas me mantendrían supeditada a la autoridad de mi padre,
y, posteriormente, a la de mi marido.
Markus solía dar largos
paseos por la montaña y ejercitar los músculos cada mañana, y, en ocasiones, me
proponía que lo acompañara. Notaba con satisfacción que, alejada de la vida
sedentaria del castillo, había perdido algo de peso y fortalecido los músculos
de brazos y piernas. Mi madre no habría dudado en tildar mi nuevo cuerpo
atlético de poco femenino, pero yo me sentía encantada con él. Markus también
parecía apreciar ese cambio en mi físico, pues a menudo lo encontraba
dirigiendo miradas furtivas a mi busto y mi trasero.
—Estás convirtiéndote en
toda una mujer —comentó una noche, como quien no quiere la cosa, mientras
cenábamos junto a la lumbre. Si bien sus comentarios tan directos ya no
conseguían sonrojarme como al principio, todavía no sabía muy bien cómo
responder a sus atentas y apreciativas miradas.
—Gracias —acerté a
replicar.
—Mañana necesito… soltar
a la bestia un rato. He pensado que tal vez te gustaría acompañarme —sus ojos
me contemplaron con cierto aire esperanzado—. Las últimas veces no lo has
pasado tan mal, ¿verdad?
Markus estaba en lo
cierto. Desde mi llegada a la guarida del dragón, habíamos hecho algunos viajes
a aldeas cercanas para abastecernos de productos básicos, y habían sido más
agradables que el primero. Quizá el hecho de que ahora sabía que Markus no era
un monstruo sanguinario que iba a devorarme en cuanto aterrizáramos contribuía
a hacer del viaje una experiencia mucho más placentera.
—Me encantaría
acompañarte —respondí, una sonrisa deslumbrante coronando mis labios, a la que
Markus respondió con otra de su cosecha.
Los últimos coletazos del
invierno kalabrense se estaban dejando notar en forma de tormentas eléctricas.
Si bien los fenómenos atmosféricos nunca me habían provocado el más mínimo
terror, aquella noche los rayos caían muy cerca de nosotros con una fuerza
inusitada. La humedad me calaba hasta los huesos, y las pieles que Markus me
había asignado desde mi llegada no parecían ser capaces de procurarme el calor
que necesitaba. Envolviéndome en ellas para atrapar mi escaso calor corporal, me
incorporé de un salto, y busqué con la mirada el lecho improvisado en el que
yacía Markus. No era la primera vez que dormíamos juntos, compartiendo el calor
humano que desprendían nuestros cuerpos, pues el invierno era crudo y helado en
las montañas kalabrenses. Me acosté contra su espalda, aferrándome a su torso
desnudo con ambos brazos. Markus se dio la vuelta, de forma que nuestros ojos
se encontraron en la penumbra de la noche. Alzó su mano hacia mi rostro,
apartando un mechón de pelo para colocármelo detrás de la oreja.
—Eres
la única persona que no ha huido de mí —susurró contra mi oído—. No puedes
hacerte a la idea de cuánto significa eso para mí.
—Tal vez los otros no se
quedaron lo suficiente para ver más allá de las escamas. Para apreciar la
belleza y la humanidad que se esconden tras esos ojos ambarinos.
Elexei nunca se había
atrevido a cruzar la rígida línea que separaba a las mujeres de los varones en
la alta sociedad kalabrense, por lo que nunca había hecho el más mínimo intento
por besarme. De nuevo, debido a esa inexperiencia, no supe percatarme de las
intenciones de Markus hasta que ya fue demasiado tarde. Tomando mi rostro
gélido entre sus manos, aproximó sus labios a los míos hasta que prácticamente
se tocaban. Su ardiente mirada se posó sobre mi cuerpo a modo de advertencia,
antes de salvar con el suyo la nimia distancia que nos separaba. Su boca devoró
la mía con la misma pasión con la que sus llamaradas habían reducido mi pueblo
a cenizas. Sus manos recorrían la parte superior de mi cuerpo con un frenesí
delirante, que yo trataba de corresponder a duras penas. Me sentó sobre sus
caderas con un movimiento rápido y elegante, que me hizo olvidar por unos
instantes el helado frío invernal que nos rodeaba. Mi madre no me había
preparado para la mezcla de dolor y placer que sentí aquella noche. El dragón
me tomó como su compañera, su igual. Y el pequeño rastro de sangre que derramé se
convirtió en el símbolo del sacrificio que ambos habíamos realizado para llevar
a cabo esa unión.
Los días venideros se sucedieron
de forma apacible y sin exabruptos. Markus y yo seguíamos nuestra pequeña
rutina: recolectando frutos y cazando pequeños animales de la montaña. Lejano
quedaba el recuerdo de mi pueblo, si bien en ocasiones me preguntaba qué habría
sido de mis padres. Markus solía llevarme volando a algunos pueblos que se
encontraban relativamente cerca de nuestra guarida, por lo que aprendí datos
relevantes sobre la geografía de nuestra isla. A menudo planeábamos viajes a
lugares remotos y alejados de nuestra montaña, que probablemente no fuéramos a
realizar nunca. A menos que nos viéramos obligados a emprender una huida rápida
e improvisada.
Fue unas semanas después
de nuestra unión. En retrospectiva, era algo que debería haber visto venir,
dada la personalidad violenta de Elexei, y el orgullo masculino de mi padre. Vinieron
armados hasta los dientes, presididos por las dos figuras varoniles que habían
dirigido mi vida hasta entonces. Era ya noche cerrada. Nos encontraron juntos
en el lecho, abrazados y cubiertos con pieles, mi cabeza descansando sobre su
pecho desnudo. Mi padre dejó escapar un bufido de disgusto, seguido por las
carcajadas bufonas de los lacayos que los seguían. Al parecer, les resultaba
gracioso que la hija de una de las familias más respetadas y acaudaladas de
Kalebra hubiese yacido con el infame dragón. Elexei exudaba odio por cada poro
de su piel. Traté de incorporarme para cubrir la parte superior de mi cuerpo
con las pieles, pero un fuerte bofetón me devolvió al suelo cortándome el aire.
Markus saltó sobre Elexei, transformándose en el aire en su otra mitad. Ambos
aterrizaron sobre el duro suelo de la cueva, el cuerpo del que había sido mi
prometido asumiendo la totalidad del impacto. El chasquido de su cuello al
partirse taladró mis oídos. Su cuerpo quedó sepultado bajo el peso del dragón. Aquélla
parecía una muerte de lo más apropiada para un ser de su calaña: ridícula e
indigna, como había sido él en vida. Algunos lacayos trataron de huir tras la
grotesca escena, mas quedaron atrapados por las llamaradas de Markus. No me
cabía duda de que sus alaridos de dolor se dejaron sentir en toda la isla,
mientras morían calcinados en la entrada de nuestra guarida. Mi padre observaba
a su enemigo masacrar a sus hombres, impotente y abatido. Se dejó caer de
rodillas a mi lado, sosteniendo mi mirada sin ocultar el profundo asco que
ahora me profesaba.
—Vinimos a rescatarte de
las garras de esa bestia. Armamos a nuestros mejores hombres. Creímos que esta
vez seríamos capaces de vencer. Arriesgamos nuestra vida por ti. ¡Elexei ha
muerto por ti! ¡Por una puta que ha ofrecido su virginidad a una aberración de
la naturaleza!
—¡No habléis así de él!
—le exigí, gritando a pleno pulmón—. Markus es ahora mi compañero, y destrozaré
a cualquiera que intente interponerse en nuestro camino.
El que había sido mi
padre me observó con una mirada incrédula que no tardó en transformarse en una
mueca burlona y desafiante. Una carcajada que pretendía ser amenazante escapó
de su garganta.
—¿Destrozarme? ¿Una
simple doncella como tú? ¿Olvidas que fui general del ejército kalabrense y que
estoy entrenado en el arte de la guerra? ¿Qué puede hacer una niña indefensa y
bobalicona contra un hombre como yo?
Aquel
comentario hiriente fue la gota que colmó el vaso. Durante años había tenido
que soportar las vejaciones que supone ser mujer en una sociedad dominada por
hombres. No se nos permitía aprender a defendernos en una confrontación física,
a riesgo de que plantáramos cara a nuestros padres o maridos. La sociedad nos
trataba como meros jarrones decorativos: bellos y frágiles por fuera, huecos
por dentro. Un trofeo del que presumir. Una máquina de placer y de producción
de niños. No nos tomaban en serio. No se tenía en cuenta nuestras opiniones. Y
cuando tratábamos de rebelarnos, los hombres que nos oprimían incrementaban la
fuerza de su agarre. En muchos sentidos, comprendía la discriminación a la que
Markus había sido sometido durante siglos, pues era comparable a la que las
mujeres hemos sufrido desde los albores de los tiempos. Los hombres blancos
temen aquello que no conocen o no pueden controlar. Mi padre era un claro
ejemplo de ello. Por eso debía ser eliminado.
Tanteé con la mano por
debajo de las pieles hasta encontrar el puñal con el que desollábamos a los
conejos. Markus me había enseñado cómo atravesar con él a nuestras pequeñas víctimas
sin que éstas sintieran dolor alguno. Era como cortar mantequilla. Su vanidad y
soberbia no le dejaron ver el peligro inminente. Desgarré su cuello arrugado
con un suave movimiento de muñeca. La sangre manó de la herida abierta como un
río de espesa tonalidad borgoña. Sus ojos se clavaron en mí, aterrados. Toda la
seguridad masculina que siempre lo había caracterizado se había evaporado de
repente. Su desdén hacia el que se considera “sexo débil” se había desvanecido
para siempre. Saboreé su último jadeo moribundo. Ninguna criatura inocente
volvería a experimentar su tiranía opresora.
Dejé
caer el arma homicida junto al cadáver exangüe de mi víctima y me dirigí hacia
el que era ahora mi compañero. Ambos éramos conscientes de que no podíamos
permanecer por más tiempo en nuestra guarida. La guarida que había sido testigo
de nuestro amor durante tantas semanas. El lugar en el que había tomado
conciencia de que la verdadera humanidad no se esconde necesariamente tras
costosos ropajes, sino que podemos hallarla si nos esforzamos por ver más allá
de unas frías escamas. Pero no nos dejarían vivir tranquilos. Otros vendrían a
darnos caza. La humanidad nunca descansaba en su odio acérrimo por todo aquello
que es diferente. Me monté sobre su lomo y partimos en busca de un lugar mejor.
Un lugar donde no existiera discriminación alguna por sexo, raza o cualquier
otra condición. Un lugar que, por desgracia, todavía hoy parece estar aún por
descubrir.
¡Hola, Athenea!
ResponderEliminarPor fin he tenido un momento para pasarme a comentar tu relato. He visto algunas cosillas que me han chirriado un poco. Empiezo por eso y luego te digo lo bueno:
-Repeticiones:
"Su rostro había quedado deformado por una cicatriz que le atravesaba el rostro[...]".
"Alzó una mano hacia mi rostro, apartando un mechón de pelo de mi rostro[...]".
En esta frase: "Cuando hube dado habida cuenta de [...]" creo que el "habida cuenta" está mal utilizado. No estoy segura, pero creo que "habida cuenta" equivale a "teniendo en cuenta". Si estoy en lo cierto, en tu frase no tendría mucho sentido. De todas formas, yo de ti lo revisaría para asegurarme.
Después, con respecto a la trama, hay algo que me choca un poco y es lo siguiente: se supone que Markus puede transformarse en dragón a su voluntad. Entonces, ¿por qué no puede vivir en sociedad? Es decir, ¿no puede vivir con la gente como humano y luego, si quiere, irse a un bosque y transformarse en dragón? De esa forma nadie tendría por qué saber que es mitad dragón mitad humano, ¿no? No sé. Creo que lo de la discriminación hubiera estado bien si él no hubiera podido controlarse y se transformase en dragón de forma inconsciente, haciendo destrozos en los pueblos, etc. En plan hombre lobo, vamos. Pero si él se puede transformar a su voluntad... me parece raro que no se le haya ocurrido vivir como humano y ocultar su parte dragón. :/
Y ya por último, creo que el discurso feminista del relato está muy bien, pero lo mismo has mostrado un feminismo muy radical teniendo en cuenta la extensión del relato y la época en la que se desarrollan los hechos. Es decir, tu texto es un relato, no una novela, por lo que no hay un espacio de tiempo en el cual los personajes maduran y se forman y cambian de opinión a unos ideales más justos. Creo que eso estaría muy bien en una narración mucho más larga para ver la evolución de los personajes sin que sea precipitada. Y además, es que esa forma de pensar de los protagonistas me parece muy moderna y actual para la época en la que están. No digo que no haya habido personas con una mentalidad adelantada a su tiempo (por supuesto que sí), pero es que me ha dado la sensación de que te estaba escuchando hablar a ti con un discurso feminista, y no a los personajes. De todas formas, esto es algo muy subjetivo y lo mismo es sólo una opinión mía, ¿eh? Tendrías que preguntarle a otros lectores a ver qué opinan, porque lo mismo estoy equivocada.
Por otro lado, a mí las historias de fantasía me suelen gustar mucho y si hay dragones, mejor que mejor. Markus me ha recordado un poco a Jack, de Memorias de Idhún, y me ha traído buenos recuerdos de la trilogía.
Lo has narrado todo muy bien, ya sabes que a mí tu estilo me encanta.
Un saludo.
¡Hola, Edurne!
ResponderEliminarHe corregido las repeticiones que me has indicado y he buscado lo de "habida cuenta". Efectivamente, es un error, ya que significa "tener en cuenta". Estabas en lo cierto, y ya lo he corregido.
Con respecto a la trama, si bien es cierto que la acción puede parecer algo precipitada (porque es un relato y no una narración más larga), no estoy del todo de acuerdo con tus conclusiones. Es verdad que Markus puede transformarse a voluntad (ahora, después de varios siglos vagando por el mundo). Cuando se transformó por primera vez (a los trece años, como explico en el relato) no tenía control sobre esas metamorfosis. Es por eso que su pueblo (y su propia madre) lo persiguieron y se vio obligado a huir. Hasta que pudo controlar esas transformaciones pasó un tiempo, y allá donde iba los humanos le temían y trataban de darle caza. Markus se oculta de la humanidad ahora precisamente por ese odio del que fue objeto durante años. Ahora puede transformarse a voluntad y podría convivir con los humanos. Pero no quiere. No expliqué esto en el relato porque creí que se podía deducir fácilmente y que era bastante obvio.
Respecto al feminismo. Soy consciente de que en el medievo no había feminismo per se, pues es una corriente que se empieza a consolidar en el XIX. Sin embargo, en todas las épocas ha habido mujeres, especialmente nobles (véase Leonor de Aquitania), que podrían ser consideradas feministas, o, como mínimo, avanzadas para su época. En el caso del personaje femenino de mi relato, yo considero que sí hay una evolución clara debida a su convivencia con Markus. Llega a su morada siendo una niña con prejuicios contra una criatura diferente, dispuesta a cumplir la que se consideraba su "labor" como mujer, y acaba siendo una mujer que acepta al dragón y que no se conforma con las imposiciones de una sociedad patriarcal. Además, Markus es un hombre que no acepta los preceptos de esa sociedad machista (creo que lo he reflejado en el relato). Ve a este personaje femenino como a su igual. Esto afecta al personaje femenino, que por primera vez en su vida se ve valorada por un hombre. La deja colaborar con las tareas de caza y trabajo físico, etc., y se maravilla con sus otras cualidades. Por supuesto, todo esto produce un cambio en el personaje femenino y en cómo interpreta el mundo que la rodea. Tal vez no he explicado cada detalle de su evolución en el relato, pero fue porque consideré que podía leerse entre líneas.
Por otra parte, sé que todo esto puede considerarse anacrónico, pues el relato está ambientado en una época similar al medievo (aunque no es "nuestro" medievo, pues está localizado en un lugar inventado), pero es que esto es un relato de ficción. De la misma forma que en mi relato anterior el personaje femenino mata a su maltratador (y eso se puede considerar inverosímil en la vida real), esto es literatura. No intento reflejar la realidad, sólo cómo me gustaría que la realidad fuera (o hubiera sido) en algunas ocasiones, especialmente con el colectivo femenino del que formo parte. Por último, puede que este feminismo se considere radical (porque tanto en este como en mi relato anterior la figura masculina opresora es asesinada por la víctima femenina), pero tal vez deberíamos interpretar estas muertes como una metáfora. La mujer se rebela contra el patriarcado y desarticula, poco a poco, con pequeños gestos individuales, el sistema del que formamos parte.
Finalmente, no he leído Memorias de Idhún, pero me alegra que el personaje de Markus te haya agradado.
Un saludo.