¡Buenas noches, queridos lectores! Hoy os traigo el relato que presenté para el concurso literario de la Universidad de Valencia (y del que no he resultado ganadora). Espero que lo disfrutéis, si bien es bastante oscuro, y no menos "gore". No obstante, en el momento en que lo escribí (y todavía hoy) considero que trata un tema social que (por desgracia) está a la orden del día en nuestra sociedad: la violencia machista. Sin más dilación, aquí os dejo el relato:
Contemplé mis manos temblorosas bañadas en un
vívido rojo carmesí. El cuchillo resbaló entre mis dedos hasta caer con un
golpe seco en el frío suelo marmóreo. Una miríada de imágenes se agolpaba en mi
mente, pasando de una a otra a una velocidad vertiginosa. Lágrimas comenzaban a
formarse en la comisura de mis ojos, nublándome la vista. Volviendo borrosa la
hasta hacía unos minutos impoluta habitación. Posé la mirada sobre mis ropajes
harapientos, sobre mis pies desnudos cubiertos de sangre. Tendría que frotar
con brío para eliminar el rastro del crimen. Para borrar de mi cuerpo toda
traza del tuyo. Los violentos recuerdos que se me habían grabado a fuego en el alma
serían más difíciles de eliminar. El presente y el pasado se entremezclaban con
furia en mi memoria, exigiendo mi total atención. Solo un pensamiento coherente
se abría paso en mi mente trastornada: tenía que salir de allí.
¿Cuándo
había comenzado aquel infierno? Mis febriles recuerdos se remontaron a aquella
tibia mañana de abril, el sol acariciando mi piel olivácea, la suave brisa
marina meciendo suavemente mi trenzado cabello. La vida había parecido tan
fácil entonces. Una enorme bola de pelo había venido corriendo en mi dirección,
como atraída por una fuerza magnética imparable. El dorado Labrador Retriever
se abalanzó sobre mí antes de que pudiera apartarme, la taza del café que
estaba tomándome en ese momento volando por los aires, antes de hacerse añicos
en el suelo de la terraza.
—¡Hermes!
—lo llamaste en un tono firme y autoritario que no admitía réplica. Un tono que
en los años venideros aprendería a temer más que a la propia muerte.
El
perro dio un salto y salió disparado, cual flecha, a tu encuentro. Durante el
tiempo que permanecimos juntos siempre me pregunté si Hermes habría sufrido en
algún momento la violencia de la que yo era objeto en tus manos. Si el monstruo
con el que había decido pasar el resto de mi vida era capaz de torturar,
mutilar y humillar a un animal inocente de la misma forma en que lo había hecho
con su esposa. Pero tan pronto ese pensamiento cruzaba mi mente se desvanecía.
El perro no había hecho nada para merecer ese trato, yo sí. O al menos eso me
hacías creer mientras rasgabas la piel de mis muslos con un afilado cuchillo de
cocina. «No volverás a ponerme en evidencia», repetías una y otra vez, una mortífera letanía
que se confundía en el aire con mis desgarradores aullidos de dolor. La
prístina alfombra blanca había quedado teñida por una vibrante tonalidad
escarlata: la inocencia mancillada por la violencia más absoluta. La fragancia
sanguinolenta había impregnado la
estancia, intoxicando mis sentidos con su metálico efluvio.
—Disculpe,
señorita. Hermes es un perro muy impulsivo y a veces no controla su fuerza.
Aquella
fue la primera vez que nuestras miradas se encontraron. Tus ojos, gélidos como
glaciales, se posaron sobre los míos, estudiándome con un aire desafiante.
Inclinaste la cabeza a un lado, una media sonrisa dibujándose en tus labios.
¿Qué rondaba por tu mente en aquellos instantes? Tal vez la promesa de una
mujer dócil y obediente a tus pies. Tu mirada penetrante atravesaba mi piel, abriéndose
paso hasta el rincón más recóndito de mi alma. ¿Intentabas descifrar los
secretos que se ocultaban bajo mis ropajes? ¿Confundías mi timidez con
sumisión? ¿Imaginabas lo bien que te sentirías cubriendo mi piel morena de
cicatrices y moretones?
—Oh,
no se preocupe —repliqué—. Parece un perro muy dócil.
Tu
sonrisa se ensanchó entonces, dejando al descubierto unos dientes frontales
algo torcidos, con las palas superiores ligeramente separadas, aunque esa
pequeña imperfección siempre me había resultado atrayente. Me recordaba que
eras humano, después de todo. Aunque en ocasiones te comportaras como un
monstruo.
—Gabriel,
para servirla.
Extendiste la mano para que te la
estrechara. Era cálida, si bien áspera y rugosa, delatando la naturaleza
artesanal de tu oficio. Siempre supe que no eras un intelectual, y nunca me
importó, a pesar de que tú te empeñaras en creer lo contrario. Si respondía a
tus reproches con palabras elevadas me tildabas de pretenciosa. Suponías que me
sentía superior a ti. Y quizá lo era, después de todo.
—Encantada
—repliqué, liberando mi mano de tu firme y opresivo apretón. Flexioné los dedos
un par de veces, ligeramente adoloridos por tu férreo agarre. En retrospectiva,
aquel gesto fue un augurio, una promesa envenenada de lo que vendría después—. Yo
me llamo Cora.
Lo nuestro no fue amor a primera vista. Quizá
la soledad que me embargaba en aquellos momentos fue la razón por la que
finalmente decidí aceptar tu propuesta. La seguridad que mostrabas en ti mismo,
y de la que yo siempre había carecido, me hacía sentirme a salvo a tu lado,
protegida. Desoí las voces que se alzaban contrarias a nuestra relación. No me
importó la diferencia de edad. Siempre había sido una persona muy madura, y
aparentaba más años de los que en realidad tenía. Los chicos de mi edad no me
atraían, se me antojaban infantiles y ególatras. En aquellos momentos de
oscuridad, tu llegada fue como un regalo del cielo. Pasarían años hasta que me
diera cuenta de que tu amabilidad no era más que pura fachada. Tus zalamerías, mera
palabrería que se contradecía con tus repetidas palizas y vejaciones. El ángel
que yo había imaginado era en realidad un demonio, y mi descenso a los
Infiernos se vio completado cuando decidimos irnos a vivir juntos.
Ocupaste
la silla vacante que se encontraba frente a mí, Hermes posándose fielmente a
tus pies. Por alguna extraña razón, la devoción que el perro mostraba hacia ti
me provocó un ligero pinchazo de envidia. En casa nunca se nos había permitido
tener mascotas ni a mi hermana ni a mí, por lo que no estaba acostumbrada a
tales muestras de amor incondicional por parte de tan fiel amigo. Un amor que
yo deseaba desesperadamente para mí…
Desperté
de repente, en la más oscura penumbra. Parpadeé un par de veces en un vano
intento por ajustar la vista a la lúgubre atmósfera que impregnaba la
habitación. No recordaba haber llegado a aquel lugar indeterminado por mi
propio pie. No reconocía la estancia, ni las delicadas sábanas de seda sobre
las que yacía. Paseé la mano por la suave tela bajo mi cuerpo, deleitándome en
la fina textura del material, captando a través del tacto los detalles que
permanecían ocultos en las tinieblas.
Tenía
la cabeza embotada, como sumida en un trance hipnótico que no me permitía
pensar con claridad. La ficción se confundía con la realidad. ¿Acaso estaba
soñando? Pero acababa de despertar. Acababa de liberarme de los brazos de
Morfeo, con quien había paseado por montañas nevadas, surcado ríos de lava y
flotado en blancas y esponjosas nubes, suaves y tiernas como algodones. La oscuridad
era real. La luz solo me estaba permitida en sueños.
Unas
fuertes pisadas se acercaban con una celeridad vertiginosa. El repiqueteo de
las botas contra el suelo de mármol quedaba levemente ahogado por la puerta
cerrada, a mi izquierda. El corazón se me iba a salir del pecho. Sus galopantes
latidos se acompasaron con tus pasos apresurados. Unos pasos que reconocería en
cualquier parte. Lágrimas se agolpaban en la comisura de mis ojos, para después
deslizarse suavemente por mi rostro.
La
puerta se abrió con un golpe brusco. El chirrido de las bisagras atravesó mis
oídos como un puñal envenado. Tu rostro quedó parcialmente iluminado por un
foco de luz ambarino, la determinación escrita en tu gélida mirada, la
violencia desdibujando la perfecta simetría de tus rasgos afilados. Me encogí
de pavor, aferrando las sábanas con una fuerza inusitada, hundiéndome en el
mullido colchón sobre el que me hallaba tendida. Deseando, como tantas otras
veces, poder camuflarme con el mobiliario de la estancia. Volverme invisible
ante tu mirada hambrienta.
—Te
advertí lo que pasaría si volvías a desobedecerme. Podríamos haber sido felices
juntos. Pero tenías que estropearlo todo. Tenías que involucrar a tu familia en
esto. ¿Creías que una orden de alejamiento iba a detenerme?
La
escasa luz que se filtraba por la puerta entreabierta arrancó brillantes
destellos al cuchillo que blandías en tu mano derecha. Un cuchillo que conocía
bien, pues habías marcado y desfigurado mi cuerpo con él en múltiples
ocasiones. Y como tantas otras veces me sentí paralizada por la anticipación
del ataque, la certeza de lo que estaba a punto de suceder. Los recuerdos en
los que se apoyaba mi agitada imaginación mantenían mi cuerpo cautivo.
Había
sido una mañana de lo más fructífera. Por fin me había decidido a retomar los
estudios, ser alguien de provecho. Quería que mi hermana se sintiera orgullosa
de mí, demostrarle al mundo que podía resurgir de mis cenizas y triunfar en
aquello que me propusiera. Aquellos planes habían sonado tan bien en mi cabeza.
La semana anterior había hecho acopio de valor y cubierto parte de las
cicatrices de mi espalda con un tatuaje del Ave Fénix. El tatuador era cliente
de mi hermana, por lo que nos había hecho un precio especial. Ella había
elegido un diseño más discreto, en blanco y negro, de la diosa griega Themis. «La justicia es ciega e igual para todos», solía decir, la abogada que había en ella
creyendo que el sistema podría darme la satisfacción de verte por fin entre
rejas.
Ella
fue la primera en detectar las marcas en mis muñecas. Había venido a visitarme
a casa una tarde, aprovechando que tú estabas en el trabajo. Nunca le gustaste.
Desde el principio intuyó que había una oscuridad en ti que iría consumiendo mi
luz paulatinamente, hasta conseguir que se desvaneciera por completo. Pero
nunca sospechó que ese momento fuera a llegar tan pronto.
Su
mirada contrariada se había posado primero en mis manos, describiendo una ruta
ascendente hasta llegar a mis brazos, cubiertos por una fina camisa de manga
larga. Me preguntó si no tenía calor. Mis mejillas, encendidas por la vergüenza
y el pánico a ser descubierta traicionaron mi respuesta. Con un rápido
movimiento de muñeca me remangó la camisa, dejando al descubierto los moretones
causados por las cuerdas con las que solías atarme cada noche. Sus fríos dedos
acariciaron las heridas, trazando intrincados patrones que trataban de ejercer
sobre mí un efecto calmante. Un efecto que cada vez sentía con menor
frecuencia.
Al
principio traté de resistirme a sus súplicas, apartando de un suave manotazo
sus amables gestos. Estábamos atravesando una mala racha. Tú trabajabas
demasiado y eras un hombre celoso. No soportabas el hecho de que pasara tiempo
fuera de casa. Tenías miedo a perderme, porque yo era la persona más importante
en tu vida. Solías enumerar mis carencias como ama de casa. Tenía que poner más
empeño. Trabajar en mis escasas dotes culinarias. No podía limitarme a ser una
mantenida. Tenía que esforzarme por hacerte feliz, por hacer que te sintieras
orgulloso de mí. Tus golpes eran la forma que tenías de mostrarme que estabas
enamorado de mí. Tu forma de enseñarme disciplina.
Theresa
se quedó de pie escuchando mis inconexas tribulaciones, la rabia apenas
contenida tomando posesión de su rostro ovalado. Trató de hacerme entrar en
razón. El amor no se demostraba a golpes. Pero yo me resistía a aceptar sus
palabras. No conocía ningún otro tipo de amor más que el que tú me habías
enseñado. Aquella tarde se marchó, ofuscada y con los ojos vidriosos de
lágrimas impotentes. Tendría que haberme imaginado que su presencia no te
pasaría inadvertida. Captaste la fragancia afrutada de su perfume tan pronto
pusiste un pie en la casa. Tu mirada colérica se posó sobre mis manos
temblorosas, aferradas al respaldo de una de las sillas del salón como si la
vida me fuera en ello. Como si una simple pieza de mobiliario fuera a servirme
de protección contra ti. Y quizá lo habría hecho, si hubiese tenido la fuerza, física
y mental, para utilizarla como arma.
No
volví a ver a mi hermana hasta una semana después, cuando vino a verme al
hospital. La versión oficial era que me había caído por las escaleras (siempre
había sido muy torpe y despistada), fracturándome varias costillas en el
proceso. Theresa, la precavida abogada, había redactado una demanda de
divorcio. Las letras impresas en el documento se veían borrosas y difusas, las
lágrimas derramándose, cual gotas de lluvia, sobre la superficie del papel. La
jerga legal se me escapaba. No podía hacerle esto a Gaby. Se pondría furioso.
¿Dónde iría si me echaba de casa? No tenía trabajo ni amigos. Te habías
asegurado de despojarme de todo aquello que me definía como persona durante los
años que habíamos permanecido juntos.
—No
estás sola, Cora —me recordó mi hermana—. Todavía tienes a tu familia. Eso es
algo que jamás podrá arrebatarte.
Ya
no le tenía miedo a la muerte. Me habías convertido en una autómata. Una muñeca
rota sin sueños ni metas. Ya no le tenía miedo a la muerte, pues vivía en un
perpetuo estado soporífero, interrumpido aquí y allá por tus intermitentes
palizas. ¿Qué sentido tenía esforzarse por sobrevivir? ¿Acaso había algo que me
atara a este mundo?
—Podrías
retomar los estudios —sugirió mi hermana—. Papá y yo podríamos ayudarte a
costearlos. Después de todo, siempre fuiste la más brillante de la familia.
Pero
ambas sabíamos que aquello no era cierto. Mi inteligencia había brillado por su
ausencia en los años recientes, siendo sustituida por la fe más ciega y mortal.
Sentí la yema de sus dedos acariciar mi mejilla amoratada, una solitaria
lágrima deslizándose por su rostro maquillado, que aterrizó en nuestras manos
unidas. ¿Había una posibilidad, por remota que fuera, de escapar de aquel
infierno? ¿Me atrevería a soñar con la libertad?
Atravesaste
la estancia con pasos elegantes y calculados, casi felinos. Tu mirada perforaba
mi carne, una mezcla de desafío y cólera dilatando tus pupilas de depredador
asesino. Todo el miedo que sentía hacia ti se había desvanecido de repente, el
más puro odio tomando su lugar con una inquebrantable voluntad de venganza. La
historia se acababa aquí. Uno de los dos iba a morir esa noche. Y no iba a ser
yo.
Te dejaste
caer suavemente sobre la cama, a escasos centímetros de mis pies. Nunca ibas
directo al grano. Dejabas que la rabia te consumiera poco a poco, hasta que tomaba
posesión de tu cuerpo por completo. Primero dotabas a tu voz de una textura
gentil y comprensiva. Te dirigías a mí con un tono paternalista y
condescendiente, como si yo no fuera más que una niña que ha cometido una falta
imperdonable y necesita una seria reprimenda. A veces parecías olvidar que yo
era una persona adulta, tu igual. No un ser inferior al que tenías que
disciplinar.
—Voy
a darte una última oportunidad, Cora —me advertiste con un rancio aire de
solemnidad. Como si yo estuviera interesada en aceptar tu oferta envenenada.
Como si tuvieras derecho a darme otra «oportunidad»—. Se acabaron los juegos. No volverás a hacerme
daño. No volverás a involucrar a tu familia en nuestros asuntos privados.
Sentí
la rabia arder en mis venas como puro fuego líquido. Los años de golpes y
humillaciones volvieron a mí en forma de imágenes a cámara rápida, alimentando
el odio que sentía hacia ti. Me aferré a esa determinación que durante años me
había sido esquiva, y que solo había conseguido recuperar alejándome de ti. No
iba a consentir que destrozaras aquello que me había costado tanto construir.
Las
rugosas yemas de tus dedos acariciaron dulcemente la parte interior de mi
tobillo, como solías hacer antes de que el horror comenzara. A veces me
preguntaba si aquellas caricias enfermizas eran parte de algún ritual macabro
con el que pretendías torturarme, o si esa era simplemente tu forma de
deleitarte con mi cuerpo, anticipando la satisfacción que sentirías después
marcándolo con una interminable sucesión de cicatrices y magulladuras.
—Te
vi esta mañana en la cafetería con él
—el venenoso desdén con el que te referiste a Mark tornó en hielo la lava que
había corrido por mis venas hacía solo un par de segundos. ¿Habrías sido capaz
de ponerle la mano encima? Si bien mi instinto de conservación había estado
desaparecido en combate en los últimos tiempos, mi mente había compensado su
ausencia desarrollando un instinto sobreprotector sobre mis seres queridos.
Mark se había convertido en un pilar fundamental durante mi recuperación,
animándome a retomar los estudios de Bellas Artes. Incluso a diseñar mi propio
tatuaje. Tendría que haberme figurado que, a pesar de la orden de alejamiento,
seguirías monitorizando cada uno de mis movimientos. Tendría que haberme dado
cuenta de que la pesadilla no terminaría hasta que te hiciera desaparecer
definitivamente de la faz de la tierra.
—No
tengo por qué justificarme ante ti, Gaby —repliqué, lágrimas de rabia e
impotencia pugnado por abrirse paso a través de mis ojos—. Lo nuestro, si es
que alguna vez hubo algo entre nosotros más allá de violencia y sumisión, se ha
terminado. Está roto. Tú te encargaste de destruirlo.
La perplejidad que se apoderó de tu
rostro ante mi inesperada y airada respuesta se vio incrementada cuando aparté
tus dedos de mi tobillo con un manotazo nada sutil. Tus amenazas nunca antes
habían sido respondidas. Tus reproches siempre habían sido aceptados con
lágrimas en los ojos e innumerables disculpas por mi imperdonable conducta. La
fortaleza y determinación que ahora mostraba te pilló totalmente desprevenido.
Y yo utilicé esa pequeña baza en mi beneficio, tal y como Mark me había
enseñado.
Fijo las palmas de mis manos en el duro
colchón, tomando impulso para golpear tu pecho con las plantas de los pies.
Caes al suelo de espaldas. Tu cabeza impacta contra el elegante suelo marmóreo,
produciendo un ruido sordo que es música para mis oídos. Un gemido de dolor
escapa de tus labios, mas no me permito saborear la victoria tan pronto. Me
incorporo de un salto, buscando desesperadamente entre las sombras el cuchillo
que traías contigo. Tu mano agarra mi tobillo, zarandeándolo violentamente
hasta hacerme caer al suelo a tu lado. Mi mano busca a tientas el cuchillo, al
tiempo que mis piernas lanzan patadas al aire, en un vano intento por liberarme
de tus garras. Mas no permito que la desesperación haga mella en mí. No he
llegado tan lejos para desfallecer ahora.
—¿Crees que eres lo suficientemente
fuerte como para vencerme? —una lúgubre carcajada vibra en mi mano a través de
tu pecho—. Nunca lo fuiste, Cora. Por eso te elegí. Nunca fuiste capaz de
valerte por ti misma. Nunca pudiste defenderte de mí. Tu hermana te ha metido
ideas en la cabeza que no son más que castillos en el aire. Cuando despiertes,
y te des cuenta de que todo esto no era más que un sueño, la caída será
terrible. Y yo no estaré ahí para recogerte.
Concentro en un puño todas mis energías
y golpeo con él tu pecho ingrato. Un aullido de dolor desgarra tu garganta. Mi
pie impacta contra tu estómago, una y otra vez, como tú tantas veces hiciste conmigo
en el pasado. Me arrastro por el frío suelo, en busca del cuchillo o de algún
objeto contundente con el que poder defenderme. Tus uñas afiladas desgarran la
piel de mis pantorrillas, y siento la sangre brotar de mis heridas abiertas,
refrescando en su viaje descendente cada centímetro de piel descubierta.
Mis dedos entran en contacto con el
mango del cuchillo. Me aferro a él como si la vida me fuera en ello. Mi vida
depende de ello. Golpeo tu mandíbula con la base del arma doméstica. Te encojes
de dolor, sujetando tu rostro con ambas manos. Consigo ponerme de rodillas, mis
ojos se encuentran al mismo nivel que los tuyos. Observas en ellos la
determinación y la sed de venganza que me consumen. Por primera vez, creo
advertir en los tuyos un atisbo del miedo que tú infundías en mí. La primera
puñalada te pilla desprevenido. La sangre mana de tu pecho como una cascada
escarlata. Me quedo contemplándola, hipnotizada. La segunda es más certera,
directamente en el corazón, de la misma forma en que tú destrozaste el mío.
Pierdo la cuenta de cuántas veces la hoja penetra tu carne. Un frenesí
sanguinario ha tomado posesión de mi cuerpo y no me permite poner fin a la
carnicería, hasta bien después de que exhales tu último aliento.
Contemplo
mis manos temblorosas bañadas en un vívido rojo carmesí. El cuchillo resbala
entre mis dedos hasta caer con un golpe seco en el frío suelo marmóreo. La fragancia
sanguinolenta impregna la estancia,
intoxicando mis sentidos con su metálico efluvio. La inocencia ha sido
mancillada por la más absoluta violencia. Solo un pensamiento coherente se abre
paso en mi mente trastornada: tengo que salir de aquí.
Hola, Athenea.
ResponderEliminarMe ha gustado mucho tu relato y eso que has elegido un tema muy duro. Lo has narrado todo muy bien. No obstante, me resulta un poco «chocante» que la víctima mate a su maltratador. No digo que no pueda pasar (se han dado casos así), pero lo veo complicado. Más que nada por la «indefensión aprendida» que sufren todas las víctimas a manos de sus maltratadores. También me da un poco de rabia que el maltratador muera. No me malinterpretes, los maltratadores se merecen lo peor; son escoria. Sin embargo, la muerte de un maltratador me parece un «irse de rositas» ya que no pasan por la cárcel. Se mueren y punto. No pagan ninguna condena por el daño y los traumas que les causan a las víctimas.
Además, he encontrado una errata en esta frase: "[...] me tildabas de pretensiosa." Es "pretenciosa", con "c".
Por lo demás, tu narración es muy fluida y aunque el relato es duro, la lectura se me ha hecho amena.
P.D: Creo que has descrito muy bien todo el proceso de maltrato que lleva a cabo el agresor y cómo has hablado de la víctima.
P.D.2: Te recomiendo que leas el libro «Gritos silenciosos: el terrible testimonio de una mujer en un matrimonio aparentemente perfecto», de Paula Zuviaur.
Hola, Edurne.
ResponderEliminarRespecto al asesinato del maltratador por parte de la víctima, estoy completamente de acuerdo con que es una situación que no suele darse en la realidad, sino todo lo contrario: son ellos los que suelen acabar con la vida de ellas. Precisamente por eso quería hacerlo diferente en este relato. Cuando vemos en las notícias casos de violencia de género en los que el maltratador asesina a su víctima y después se suicida, tendemos a preguntarnos: ¿Por qué no se quitó él la vida y la dejó vivir en paz? Pero yo me pregunto, ¿qué pasaría si la víctima consiguiera romper sus cadenas y juntar las fuerzas necesarias ñara vengar su agravio? ¿Qué pasaría si tuviera las fuerzas (físicas y mentales) para derrocar a su verdugo? ¿No sería éste un mundo mejor si la mujer maltratada pudiera vencer a su agresor? Y luego también está la parte "gore" de la historia a la que, por supuesto, no he podido resistirme. Por otra parte, para mí la muerte no es un castigo, sino una liberación para la víctima. Dado el sistema legal que tenemos en España (y en otros países), le ponen una orden de alejamiento al maltratador (que normalmente se salta) y la mujer queda desprotegida. La muerte (a mi forma de ver) es la única forma de que la mujer pueda volver a vivir tranquila. Sin embargo, entiendo tu punto de vista y coincido en que el maltratador merece un castigo mucho más severo.
En cualquier caso creo que la literatura no debe interpretarse únicamente como un fiel reflejo de la realidad (no olvidemos que es ficción) sino también como un universo donde podemos imaginar un mundo "mejor". En el caso de la literatura de género, creo que también debe funcionar como una herramienta para "empower" a las mujeres maltratadas (tanto física como psicológicamente, e incluso las vícticas de los llamados "micromachismos", que todas hemos sufrido y sufriremos en algún momento de nuestras vidas). Eso es lo que quería transmitir con este relato.
No me había dado cuenta del fallo, gracias por decírmelo. Ahora mismo lo modifico.
Me alegro de que el relato te haya gustado en general, y voy a buscar en Amazon el libro que me dices para leerlo en Verano, que tengo mucho tiempo libre.
¡Un abrazo!
Hola.
ResponderEliminarCreo que hasta ahora no había leído un relato tuyo con esta temática. Desgraciadamente son muy pocas veces que vemos que se cambian las tornas y es la mujer agredida la que logra acabar con su pareja en defensa propia. Y desgraciadamente vemos todos los días que por muchas órdenes de alejamiento, que ella cambie de domicilio o por mucha cárcel que él llegue a cumplir, al final siempre mueren ellas. Hace falta un cambio en nuestras leyes para que los maltratadores sean castigados de manera ejemplar.